1° Medio: La Ilustración y la Revolución Francesa
Sitio: | Aula Virtual |
Curso: | Historia, Geografía y Cs. Sociales |
Libro: | 1° Medio: La Ilustración y la Revolución Francesa |
Imprimido por: | Guest user |
Día: | sábado, 12 de julio de 2025, 05:46 |
1. La Ilustración
Preguntas para orientar la lectura:
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Describe las principales diferencias de mentalidad y visión social entre una persona que vivía en la época del sitio de Viena y alguien que adoptó las ideas surgidas después de 1700, según lo expuesto en el capítulo.
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¿Cuáles fueron los principios o ideas centrales (menciona al menos tres) que definieron el movimiento de la Ilustración según el texto, y por qué se consideraban tan importantes o novedosos en ese momento?
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Según el capítulo, ¿qué circunstancias históricas o reflexiones llevaron a que surgieran y se difundieran las ideas de tolerancia y razón a partir del siglo XVIII?
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El texto describe varios cambios concretos en la sociedad, las leyes y las costumbres como resultado del pensamiento ilustrado (por ejemplo, en la justicia, la educación o la percepción de la superstición). Identifica y explica brevemente al menos dos de estas consecuencias prácticas mencionadas.
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¿De qué manera intentaron gobernantes como Federico el Grande o José II aplicar las ideas de la Ilustración en sus reinos? ¿Qué nos dice esto sobre cómo se propagaron estas nuevas formas de pensar más allá de los filósofos y escritores?
Si pudieras hablar con una persona que hubiera vivido en el tiempo en que los turcos sitiaron Viena, te llevarías una gran sorpresa por su manera de hablar alemán, por el gran número de palabras francesas y latinas utilizadas por ella, por el complicado y retorcido amaneramiento y formalismo de sus expresiones, por el modo en que se inclinaría ceremoniosamente y por cómo ensartaría con cualquier motivo una cita en latín cuya procedencia desconoceríamos tanto tú como yo.
Sin embargo, es probable que tuvieras la impresión de que bajo aquella respetable peluca había una cabeza a la que le gustaba pensar en comer y beber bien, y que todo aquel señor, con sus encajes, puntillas y sedas y bien perfumado, apestaba con permiso de vuecencia—, pues no se lavaba casi nunca.
Pero, tu asombro sería mayúsculo cuando comenzara a exponer sus opiniones: que se debe pegar a los niños; que las muchachas deben casarse casi niñas con hombres a quienes prácticamente no conocen; que los campesinos están en el mundo sólo para el trabajo y no les está permitido rechistar; que los mendigos y vagabundos tienen que ser azotados en público para, luego, encadenarlos y someterlos al escarnio en la plaza mayor; que los ladrones deben ser ahorcados y los asesinos troceados públicamente; que se ha de quemar a las brujas y demás magos dañinos que practican tan a menudo sus peligrosas actividades; que se ha de perseguir, desterrar o arrojar a una oscura mazmorra a quienes pertenecen a otra fe; que el cometa recién visto en el cielo significa malos tiempos; que para la inminente peste que se ha cobrado ya en Viena muchas víctimas debe de ser bueno llevar un brazalete rojo; que el señor Fulano, un amigo inglés, lleva mucho tiempo haciendo magníficos negocios con la venta en América de negros traídos de África como esclavos, lo cual es una buena ocurrencia del honorable señor, pues los indios cautivos no valen para trabajar.
Es probable que esas opiniones no las escucharas de boca de un patán, sino, incluso, de las personas más razonables y hasta piadosas de cualquier condición y país. Las cosas comenzaron a cambiar poco a poco a partir de 1700. Las numerosas y atroces miserias provocadas en Europa por las tristes guerras de religión hicieron pensar a mucha gente: ¿Es, realmente, importante qué artículos del catecismo se consideran verdaderos? ¿No tiene mayor importancia ser una persona buena y decente? ¿No sería mejor que los seres humanos, incluso quienes tienen opiniones diferentes y una fe distinta, se soportasen, que se respetaran mutuamente y tolerasen las convicciones de los demás?
Esta fue la idea primera y más importante que entonces se expuso: la idea de la tolerancia. La diversidad de opiniones, pensaba la gente que hablaba así, sólo se puede dar en cuestiones de fe. Mientras que todas las personas razonables están de acuerdo en que 2 x 2 = 4. Por eso, lo que puede y debe unir a todos los seres humanos es la razón (el sentido común, como se decía también entonces). En el reino de la razón se puede combatir con argumentos para convencer al otro, mientras que se deberá respetar y tolerar la fe del prójimo, que queda más allá de cualquier principio de razón.
Para aquella gente, lo segundo en importancia era, pues, la razón. El pensamiento claro y consciente acerca de las personas y la naturaleza. Sobre este asunto volvieron a encontrar muchas observaciones en las obras de los antiguos griegos y romanos y en las de los florentinos de la época del Renacimiento. Pero, sobre todo, las encontraron en las obras de hombres inteligentes que, como Galileo, habían partido en busca de la fórmula mágica del cálculo de la naturaleza. En estos asuntos no había diferencia de creencias. Sólo existían el experimento y la prueba. La razón decidía cuál era el aspecto de la naturaleza y qué ocurría en el mundo de los astros. La razón, dada por igual a todos los humanos, pobres y ricos, blancos, amarillos o rojos.
Pero, como la razón se ha dado a todos, todos tienen en el fondo el mismo valor, seguían enseñando aquellas personas. Sabes, sin duda, que ésta había sido ya la doctrina del cristianismo: que todos los seres humanos son iguales ante Dios.
Pero los predicadores de la tolerancia y de la razón fueron más allá: no sólo enseñaron que los humanos son iguales en principio, sino que exigieron además que se tratara a todos por igual. Dijeron que toda persona, en cuanto ser creado y dotado de razón por Dios, posee derechos que nadie puede ni debe arrebatarle. Que todos tienen derecho a decidir por sí mismos su profesión y su vida; que todos deben ser libres para hacer y dejar de hacer lo que les aconsejen su razón y su conciencia. Que, además, no se ha de educar a los niños con la vara, sino con la razón enseñándoles a entender por qué una cosa es buena y otra mala. Que también los criminales son personas que, aunque hayan errado, pueden ser mejorados. Que es terrible grabar con un hierro candente una marca imborrable en la frente o en la mejilla de una persona que ha cometido un delito para que quede siempre a la vista su condición de criminal. Que existe una dignidad humana que prohibe, por ejemplo, burlarse públicamente de otro.
Todas estas ideas difundidas a partir de 1700, ante todo en Inglaterra y, luego, en Francia, se llaman «Ilustración», porque pretendían luchar contra la gran tiniebla de la superstición mediante la claridad de la razón.
A algunos les parece que esta Ilustración sólo enseñaba obviedades y que la gente de entonces imaginaba muchos de los grandes secretos de la naturaleza y el mundo de manera excesivamente simple. Eso es cierto, pero debes pensar que esas obviedades no eran entonces aún tan evidentes y que se necesitó mucho valor, sacrificio y constancia para exponer a los demás esos pensamientos de forma tan reiterada que hoy nos resultan realmente obvios. También has de pensar que, si bien la razón no puede resolver ni resolverá todos los enigmas, ha rastreado la solución de muchos. En los últimos 200 años a partir de la Ilustración se ha investigado y sabido más acerca de los secretos de la naturaleza que en los 2.000 anteriores.
Pero, sobre todo, no debes olvidar qué significan para la vida la tolerancia, la razón y el sentimiento de humanidad, los tres principales artículos de fe de la Ilustración. Que una persona es sospechosa de haber cometido un crimen, no ha de ser ya torturada de forma inhumana por esa mera sospecha hasta que, inconsciente, admita todo cuanto se desee; que la razón nos ha enseñado que la brujería es imposible y que, por tanto, no se han de quemar más brujas (la última fue llevada a la hoguera en Alemania en 1749; y en Suiza se quemó a una incluso en 1783). Que las enfermedades se combaten no con trucos supersticiosos sino, ante todo, con la limpieza y la investigación científica de sus causas. Que ya no hay siervos o campesinos sujetos a la tierra ni esclavos. Que todas las personas de un Estado han de ser tratadas con las mismas leyes y que también las mujeres poseen idénticos derechos que los hombres. Todo ello es obra de los valerosos burgueses y escritores que se atrevieron a tomar partido por estas ideas. Y fue, realmente, una audacia. Es cierto que, en la lucha contra lo antiguo y tradicional, se mostraron a veces irrazonables e injustos, pero también es cierto que su lucha a favor de la tolerancia, la razón y la humanidad fue difícil e imponente.
Esta lucha habría durado mucho más tiempo y habría costado muchas más víctimas de no haber existido entonces en Europa algunos soberanos que combatieron en primera línea en favor de las ideas de la Ilustración. Uno de los primeros fue Federico el Grande, rey de Prusia.
Ya sabes que el título imperial hereditario de los Habsburgo era entonces casi únicamente honorífico. En realidad, los Habsburgo gobernaban sólo sobre Austria, Hungría y Bohemia, mientras que en Alemania mandaban los distintos príncipes territoriales de Baviera, Sajonia y muchos otros Estados, grandes y pequeños. Desde la Guerra de los Treinta Años, los territorios protestantes del norte no se preocuparon ya casi nada por el emperador católico de Viena. El Estado más poderoso entre todos estos territorios alemanes regidos por príncipes protestantes era Prusia, que desde el reinado de su gran soberano Federico Guillermo I, que gobernó de 1640 a 1688, había arrebatado continuamente tierras a los suecos en el norte de Alemania. En 1701, los príncipes prusianos se habían declarado, incluso, reyes. Prusia era un riguroso Estado de guerreros cuyos nobles no conocían mayor honor que ser oficiales en el excelente ejército del rey.
Pues bien, desde 1740 reinaba en Prusia, como tercer rey, Federico II, de la familia de los Hohenzollern. Se le conoce con el nombre de Federico el Grande. Y, realmente, fue uno de los hombres más instruidos de su tiempo. Mantenía amistad con muchos ciudadanos franceses que predicaban en sus escritos las ideas de la Ilustración y él mismo escribió también esa clase de obras en francés, pues, aunque era rey de Prusia, despreciaba el idioma y las costumbres alemanas, muy decaídas, sin duda, por la desgracia de la Guerra de los Treinta Años. No obstante, se sentía obligado a hacer de su Estado alemán un Estado modélico y demostrar el valor de las ideas de sus amigos franceses. Como dijo en muchas ocasiones, se consideraba el primer servidor, más aún, el primer funcionario de su Estado, y no su dueño. Como tal, se preocupaba por todos los detalles e intentaba imponer en todas partes las nuevas ideas. Uno de sus primeros actos fue suprimir el horror de la tortura. También alivió las pesadas servidumbres de los campesinos al servicio de los terratenientes. Siempre procuró que todas las personas de su Estado, tanto los más pobres como los más poderosos, fueran tratados por igual ante los tribunales. Aquello no era entonces ninguna obviedad.
Pero, sobre todo, quiso hacer de Prusia el Estado más poderoso de Alemania y acabar por completo con el poder del emperador austriaco. Estaba convencido de que aquello no sería difícil, pues desde 1740 reinaba en Austria una mujer, la emperatriz María Teresa. Cuando María Teresa llegó al poder, con sólo 23 años, Federico pensó que era una buena oportunidad para arrebatar un territorio al imperio. Invadió con su excelente ejército la provincia de Silesia y la conquistó. Desde entonces luchó durante casi toda su vida contra la soberana alemana de Austria. Sus tropas eran para él lo más importante. Las entrenó sin contemplaciones e hizo de ellas el mejor ejército del mundo.
Pero María Teresa fue una enemiga mayor de lo que había creído al principio. Es cierto que no era belicosa, sino una mujer de una especial piedad y una auténtica madre de familia que tuvo 16 hijos. Aunque Federico era su adversario, lo tomó no obstante como modelo en muchos asuntos e introdujo así mismo sus mejoras en Austria. Suprimió también la tortura, alivió la vida de los campesinos y procuró, sobre todo, que se diera una buena instrucción en el campo. Se consideraba, realmente, una madre de todo su país y no tuvo la falsa vanidad de pretender saberlo todo mejor que nadie. Nombró consejeros a las personas más laboriosas, entre ellas algunas que estuvieron a la altura del gran Federico, incluso en las prolongadas guerras. Pero no sólo en el campo de batalla, pues la emperatriz supo ganarse además todas las cortes de Europa por medio de sus embajadores, incluida la propia Francia que, sin embargo, había luchado desde hacía siglos contra el imperio alemán aprovechando cualquier ocasión. En prenda de la nueva amistad, María Teresa entregó a su hija María Antonieta por esposa al sucesor del trono francés.
Así pues, Federico se vio rodeado de enemigos por todas partes: Austria, Francia, Suecia y la poderosa y gigantesca Rusia. Pero no esperó a que le declararan la guerra, sino que ocupó Sajonia, que también le era hostil, y mantuvo durante siete años una guerra implacable en la que sólo le apoyaron los ingleses. Pero sus dotes le permitieron llegar a tanto que no perdió la guerra contra aquella superpotencia y hubo que entregarle Silesia.
Desde 1765, María Teresa no fue ya la única soberana de Austria. Su hijo José gobernó junto con ella como emperador (José II) y, tras su muerte, pasó a ser soberano de Austria. Fue un luchador aún más celoso que Federico, e incluso que su madre, en favor de las ideas de la Ilustración. La tolerancia, la razón y la humanidad eran, realmente, lo único que le importaba. Suprimió la pena de muerte y la servidumbre de los campesinos. Permitió a los protestantes de Austria volver a celebrar los servicios divinos y arrebató, incluso, a la iglesia católica parte de sus tierras y sus riquezas, aunque era un buen católico. Estaba enfermo y tenía la sensación de que no podría gobernar mucho tiempo. Por eso lo hizo todo con tanto empeño, con tal impaciencia y prisa, que sus súbditos consideraron sus iniciativas excesivamente rápidas y repentinas, y demasiadas para una sola vez. Muchos le admiraban, pero el pueblo le quiso menos que a su sosegada y piadosa madre.
Por las fechas en que las ideas de la Ilustración habían triunfado en Austria y Alemania, los burgueses de muchas colonias inglesas de América se negaron a seguir siendo súbditos de Inglaterra y a pagarle impuestos. Su jefe en la lucha por la independencia fue Benjamín Franklin, un simple ciudadano muy dedicado al estudio de las ciencias de la naturaleza, descubridor del pararrayos. Era un pensador honrado como pocos, pero también un hombre sensato y sencillo. Bajo su dirección y la de otro americano, George Washington, las colonias inglesas y ciudades comerciales de América constituyeron una federación de Estados y, tras largas luchas, expulsaron a las tropas inglesas del país. A continuación, quisieron vivir enteramente según los principios de la nueva orientación del pensamiento y declararon en 1776 como Constitución para su nuevo Estado los sagrados derechos humanos de la libertad y la igualdad. Pero permitieron que en sus plantaciones siguieran trabajando esclavos negros.
2. Transformación violenta
Preguntas para orientar la lectura:
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Describe la situación de la monarquía y la nobleza francesa antes de la Revolución. ¿Cómo contrastaba esta situación con las ideas de la Ilustración mencionadas al inicio del capítulo?
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¿Cuáles fueron los eventos clave que marcaron el inicio de la Revolución Francesa en 1789 y qué principios fundamentales buscaba establecer la Asamblea Nacional inicialmente?
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Explica por qué la Revolución se volvió más radical y violenta, llevando al periodo conocido como el "Reino del Terror". ¿Qué factores internos y externos contribuyeron a este cambio?
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¿Qué papel jugaron figuras como Robespierre durante el "Reino del Terror"? ¿Cómo justificaba sus acciones y cuál fue su destino final?
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Al final del capítulo, ¿cuáles son los principales cambios o logros de la Revolución que se mencionan y cuál era la situación general en Francia tras el fin del Terror?
En todos los países se consideraron rectas y buenas las ideas de la Ilustración y se gobernó de acuerdo con ellas. La misma emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, se carteaba continuamente con los predicadores franceses de la Ilustración. Sólo los reyes de Francia hicieron como si no estuvieran enterados de nada y como si todo aquello no fuera con ellos.
Luis XV y Luis XVI, sucesores del gran Rey Sol, fueron personas incapaces que sólo imitaron las formas externas de su gran predecesor, es decir, la pompa y el lujo, los enormes gastos en fiestas y representaciones operísticas, en nuevos palacios y en parques gigantescos con setos podados y en enjambres de sirvientes y cortesanos vestidos de seda y encajes. La procedencia del dinero les resultaba indiferente. El cargo de ministro de Hacienda estuvo ocupado por estafadores que extorsionaron y obtuvieron con engaños inmensas sumas de dinero. Los campesinos tenían que matarse a trabajar y los burgueses pagaban enormes impuestos, mientras que los nobles derrochaban o se jugaban el dinero en la corte entre conversaciones más o menos ingeniosas.
Pero la mayor desgracia para los campesinos era que el aristócrata terrateniente dejara en alguna ocasión el palacio del rey para ir a su finca, pues entonces salía con su séquito a la caza de la liebre y el zorro, y pisoteaba con sus caballos los campos penosamente cultivados por sus labradores. ¡Y ay del que se quejara! Era una suerte que el señor se limitase a golpearle personalmente la cara con la fusta, pues el propietario noble era al mismo tiempo juez de sus campesinos y podía castigarlos como se le ocurriera.
Cuando uno de esos señores obtenía el favor del monarca, éste le regalaba una nota donde sólo aparecía lo siguiente: «Enciérrese en la cárcel al señor...». Firmado: el rey Luis XV. Al noble le estaba permitido poner el nombre por su cuenta, pudiendo así hacer desaparecer, sin más, a quien no le cayera bien por algún motivo.
Pero, en la corte, esos señores eran limpios y delicados, iban empolvados y perfumados y caminaban entre el frufrú de sedas y encajes. La rígida pompa de la época de Luis XIV les resultaba demasiado fatigosa y eran partidarios de entretenimientos más encantadores y desenfadados. Tampoco llevaban ya aquellas pesadas pelucas, sino otras ligeras, empolvadas de blanco con una coletilla colgando por detrás.
Aquellos señores sabían hacer reverencias y bailar de maravilla, y sus damas todavía mejor. Las damas vestían corpiños muy ceñidos en la cintura y gigantescas faldas redondas que les daban aspecto de campanas. Eran los miriñaques. Damas y caballeros paseaban así por las avenidas de setos de los palacios reales y dejaban que sus fincas se echaran a perder y sus campesinos murieran de hambre.
Pero como aquella vida remilgada y antinatural les aburría también con frecuencia, inventaron algo nuevo: jugaban a la sencillez y la naturalidad, vivían en cabañas de pastores decoradas con encanto y construidas en los parques del palacio y se llamaban con nombres inventados de pastores sacados de poemas griegos. Aquello era el colmo de su naturalidad y sencillez.
María Antonieta, la hija de María Teresa, cayó en medio de todo aquel ajetreo vistoso, elegante, delicado y refinado. Era una muchacha joven de algo más de 14 años cuando se convirtió en esposa del futuro rey de Francia. Como es natural, creyó que todo debía ser tal como lo había encontrado.
Era la más activa en todos los maravillosos bailes de máscaras y óperas; hacía teatro ella misma, era una pastora encantadora y consideraba magnífica la vida en los palacios de la realeza francesa. Su hermano, el emperador José II, hijo mayor de María Teresa, no cesó de aconsejarle, así como a su madre, que viviera con sencillez y no exasperara aún más al pobre pueblo con su derroche y su frivolidad. El año 1777, el emperador José escribió a María Antonieta una carta larga y seria en la que leemos lo siguiente: «Las cosas no pueden seguir así mucho tiempo; y, si no la previenes, la revolución será terrible».
Todo continuó de aquella manera doce años más. Pero, entonces, la revolución fue tanto más terrible. La corte había derrochado ya todo el dinero del país. No quedaba nada con que poder pagar el gigantesco lujo diario. Entonces, el año 1789, el rey Luis XVI convocó, finalmente, una asamblea de representantes de la nobleza, el clero y la burguesía, es decir, de los tres estamentos para que le aconsejaran sobre la manera de volver a conseguir dinero.
Como no le agradaron las propuestas y exigencias de los estamentos, el rey, por medio de su maestro de ceremonias, quiso ordenarles que volvieran de nuevo a casa. Pero un hombre llamado Mirabeau, persona inteligente y apasionada, le respondió: «Vaya y diga a su señor que nos hemos reunido aquí por el poder del pueblo, y ese poder sólo se nos arrebatará por la fuerza de las bayonetas».
Nadie había hablado aún así al rey de Francia. La corte no sabía qué hacer. Mientras reflexionaba, la nobleza, el clero y la burguesía reunidos siguieron deliberando cómo poner coto a la mala gestión. Nadie pensaba en derrocar al rey; sólo se querían imponer mejoras similares a las introducidas entonces en todos los Estados.
Pero el rey no estaba acostumbrado a que le prescribieran nada. El mismo era una persona débil e indecisa que tenía como ocupación favorita los trabajos manuales, pero consideraba completamente natural que nadie se atreviera a oponerse a su voluntad. Así pues, recurrió a los soldados para dispersar la asamblea de los tres estamentos. El pueblo de París se indignó, pues había puesto su última esperanza en ella. La gente se congregó y se abrió paso hacia la prisión de la Bastilla donde se había encarcelado anteriormente a muchos predicadores de la Ilustración y donde, según se creía, se mantenía presa a una multitud de inocentes. El rey no se atrevió en un primer momento a dar la orden de disparar contra su pueblo para no irritar más a la gente. De ese modo, la imponente fortaleza fue asaltada por el pueblo, que mató a la guarnición. La gente recorrió jubilosa las calles de París llevando en triunfo por la ciudad a los prisioneros liberados, aunque resultó que los únicos encarcelados eran esta vez auténticos criminales.
Entretanto, los estamentos reunidos en asamblea habían tomado decisiones inauditas: querían imponer sin limitaciones los principios de la Ilustración. Sobre todo el de que todas las personas son iguales y deben ser tratadas de igual manera por la ley en cuanto seres dotados de razón. Los nobles de la asamblea se adelantaron con un magnífico ejemplo y renunciaron voluntariamente a todos sus privilegios en medio del entusiasmo general. Todos los franceses podían ocupar cualquier cargo, todos debían tener en el Estado idénticos derechos y deberes, los derechos del hombre, como se los llamó entonces. El pueblo, declaró la asamblea, es el auténtico soberano; y el rey, sólo su delegado.
Ya puedes comprender lo que quiso decir con ello la asamblea de los estamentos: que el soberano está al servicio del pueblo, y no al revés, el pueblo al servicio del soberano; que no le era lícito abusar de su poder. Pero los parisinos que leyeron aquello en los periódicos entendieron de una manera distinta esta doctrina de la soberanía del pueblo. Pensaron que quien debía gobernar a partir de entonces era la gente de la calle y el mercado, el llamado pueblo, sin más.
Y como el rey no quiso todavía mostrarse razonable y entró en negociaciones con cortes extranjeras para que le ayudaran contra su propio pueblo, las mujeres del mercado y los pequeños burgueses de París salieron hacia el palacio de Versalles, mataron a la guardia, penetraron en los lujosos salones de magníficas lámparas de araña, espejos y alfombras de damasco y obligaron al rey y a su esposa María Antonieta a ir a París junto con sus hijos y su séquito. Allí quedaron realmente bajo la vigilancia del pueblo. El rey intentó huir al extranjero. Pero como lo hizo con todo tipo de complicaciones y ceremonias, como si se tratara de un viaje a un baile de máscaras en la corte, lo reconocieron y lo devolvieron a París junto con su familia sometido a estrecha vigilancia.
La asamblea estamental, llamada ahora asamblea nacional (tras la disolución de los estamentos) había decidido entretanto otras muchas innovaciones. Se arrebataron sus posesiones a la iglesia católica, así como a todos los aristócratas huidos al extranjero por temor a la Revolución, y se determinó que el pueblo eligiera nuevos representantes que habrían de decidir entonces cada una de las leyes.
De ese modo, el año 1791, se reunió en París un gran número de jóvenes procedentes de todas las partes de Francia para deliberar. Pero los reyes y soberanos del resto de Europa no quisieron permitir durante más tiempo que se limitara y quebrantase progresivamente el poder de un monarca. No obstante, no se dieron demasiada prisa en apoyar a Luis XVI, pues, en primer lugar, no se había ganado mucho respeto con su conducta; y, en segundo lugar, las potencias extranjeras no consideraban en absoluto desagradable un debilitamiento del poder francés.
De todos modos, Prusia y Austria enviaron algunas tropas a Francia para proteger al rey. Pero esta medida enfureció al pueblo. El país entero se levantó contra aquella indeseada intromisión ajena. Cualquier aristócrata o partidario del rey resultó sospechoso de ser un traidor vinculado a aquellos apoyos extranjeros a la corte real. Turbas enfurecidas sacaron de sus casas durante la noche a miles de nobles, los apresaron y los mataron. La ferocidad fue en aumento. Se quería exterminar y aniquilar todo cuanto fuera tradicional.
Se comenzó por el vestido. Los partidarios de la Revolución no llevaban peluca ni calzones ni medias de seda. Se cubrían con gorros frigios y se ponían pantalones largos como los que llevamos hoy. Era más sencillo y barato. Vestidos así, se lanzaban a las calles gritando: «¡Muerte a los aristócratas! ¡Libertad, igualdad, fraternidad!».
La fraternidad, sin embargo, no llegó muy lejos entre los jacobinos, como se llamaba el partido más extremoso. Los jacobinos persiguieron no sólo a los nobles sino a todos cuantos no compartieran su opinión. Y al que perseguían, lo decapitaban. Se inventó una máquina especial, la guillotina, que permitía decapitar de manera sencilla y rápida. Se creó un tribunal propio, el tribunal revolucionario, que dictaba día tras día sentencias de muerte contra gente, que era ejecutada luego con la guillotina en las plazas de París.
Los dirigentes de aquellas masas excitadas eran gente extraña. Uno de ellos, Danton, fue un orador apasionado y un hombre audaz y sin miramientos que con su voz imponente exhortaba al pueblo a luchar sin tregua contra los partidarios del rey. Otro se llamaba Robespierre y era exactamente lo contrario que Danton, un abogado envarado, sobrio y seco que pronunciaba discursos interminables en los que nunca dejaban de aparecer los héroes de la época de los griegos y los romanos.
Robespierre subía a la tribuna de oradores de la asamblea nacional vestido siempre de manera impecable y con movimientos acompasados, como un maestro de escuela ridículo y temido. Allí hablaba de la virtud y nada más que de la virtud; de la virtud de Catón y de la virtud de Temístocles, de la virtud del corazón humano en general y del odio contra el vicio. Y como se debía odiar el vicio, había que cortar la cabeza a los enemigos de Francia. Entonces triunfaría la virtud. Y los enemigos de Francia eran todos los que no opinaban como él. Así, en nombre de la virtud del corazón humano hizo ejecutar a cientos de adversarios. No tienes por qué creer que fuera un hipócrita. Lo creía de veras. No se dejaba sobornar con ningún regalo ni conmover por ninguna lágrima. Era terrible y quería, además, difundir el terror. El terror entre los enemigos de la razón, según decía.
El rey Luis XVI fue llevado también ante el tribunal del pueblo y condenado a muerte por haber pedido ayuda extranjera contra su propio pueblo. Al poco tiempo fue decapitada también María Antonieta. Al morir, ambos demostraron más dignidad y grandeza que en vida. Pero los países extranjeros se mostraron realmente horrorizados por la ejecución.
Un gran número de tropas marchó contra París, pero el pueblo no permitió ya que le arrebataran su libertad. Todos los hombres de Francia fueron llamados a las armas, y los ejércitos alemanes sufrieron una derrota, mientras el dominio del terror hacía estragos en París y, sobre todo, en las capitales de provincias.
Robespierre y los diputados habían declarado que el cristianismo era una superstición antigua y suprimieron a Dios mediante una ley. En su lugar, había que rezar a la Razón. Y, entre músicas festivas, se paseó por la ciudad como diosa de la Razón a la joven esposa de un impresor vestida de ropas blancas y una capa azul.
Robespierre no tardó tampoco mucho en no ser lo bastante virtuoso. Se dictó una nueva ley por la que Dios existía y según la cual el alma humana era inmortal. Como sacerdote de este «ser supremo», según se llamó ahora a Dios, se presentó el propio Robespierre con un penacho de plumas en la cabeza y un ramo de flores en la mano. Debía de resultar tremendamente ridículo en aquella fiesta solemne y muchos se rieron, seguramente de él.
El poder de Robespierre llegó pronto a su fin. Danton estaba harto de las decapitaciones diarias y solicitó perdón y compasión. Enseguida se oyó decir a Robespierre: «Sólo los criminales piden compasión para los criminales». Así pues, Danton fue también decapitado, y Robespierre triunfó por última vez.
Pero, cuando poco después se hallaba pronunciando un discurso interminable en el que afirmó que las ejecuciones no habían hecho, por así decirlo, más que empezar, que en todas partes seguía habiendo enemigos de la libertad, que el vicio triunfaba y la patria se hallaba en peligro, sucedió que, por primera vez, nadie le aplaudió. Se hizo un silencio sepulcral. Y al cabo de unos días, también él fue decapitado.
Los enemigos de Francia habían sido derrotados; los aristócratas, muertos, desterrados o transformados voluntariamente en ciudadanos. Se había alcanzado la igualdad ante la ley; los bienes de la iglesia y de la gente distinguida se habían repartido entre los campesinos, liberados de la servidumbre. Todos los franceses podían ejercer cualquier profesión y llegar a cualquier cargo.
El pueblo estaba cansado de luchar y deseaba gozar con calma y orden de los frutos de aquella enorme victoria. Se disolvió el tribunal revolucionario y, en 1795, se eligió un gobierno de cinco hombres, un Directorio, encargado de administrar el país según los nuevos principios. Entretanto, las ideas de la Revolución se habían difundido más allá de Francia y habían despertado gran entusiasmo en los países vecinos. Bélgica y Suiza establecieron así mismo repúblicas según los principios de los derechos del hombre y de la igualdad; y todas esas repúblicas fueron apoyadas por el gobierno y los franceses con soldados. Entre esos ejércitos auxiliares sirvió también un soldado que fue más fuerte que toda la Revolución.