1° Medio: La Ilustración y la Revolución Francesa
2. Transformación violenta
Preguntas para orientar la lectura:
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Describe la situación de la monarquía y la nobleza francesa antes de la Revolución. ¿Cómo contrastaba esta situación con las ideas de la Ilustración mencionadas al inicio del capítulo?
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¿Cuáles fueron los eventos clave que marcaron el inicio de la Revolución Francesa en 1789 y qué principios fundamentales buscaba establecer la Asamblea Nacional inicialmente?
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Explica por qué la Revolución se volvió más radical y violenta, llevando al periodo conocido como el "Reino del Terror". ¿Qué factores internos y externos contribuyeron a este cambio?
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¿Qué papel jugaron figuras como Robespierre durante el "Reino del Terror"? ¿Cómo justificaba sus acciones y cuál fue su destino final?
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Al final del capítulo, ¿cuáles son los principales cambios o logros de la Revolución que se mencionan y cuál era la situación general en Francia tras el fin del Terror?
En todos los países se consideraron rectas y buenas las ideas de la Ilustración y se gobernó de acuerdo con ellas. La misma emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, se carteaba continuamente con los predicadores franceses de la Ilustración. Sólo los reyes de Francia hicieron como si no estuvieran enterados de nada y como si todo aquello no fuera con ellos.
Luis XV y Luis XVI, sucesores del gran Rey Sol, fueron personas incapaces que sólo imitaron las formas externas de su gran predecesor, es decir, la pompa y el lujo, los enormes gastos en fiestas y representaciones operísticas, en nuevos palacios y en parques gigantescos con setos podados y en enjambres de sirvientes y cortesanos vestidos de seda y encajes. La procedencia del dinero les resultaba indiferente. El cargo de ministro de Hacienda estuvo ocupado por estafadores que extorsionaron y obtuvieron con engaños inmensas sumas de dinero. Los campesinos tenían que matarse a trabajar y los burgueses pagaban enormes impuestos, mientras que los nobles derrochaban o se jugaban el dinero en la corte entre conversaciones más o menos ingeniosas.
Pero la mayor desgracia para los campesinos era que el aristócrata terrateniente dejara en alguna ocasión el palacio del rey para ir a su finca, pues entonces salía con su séquito a la caza de la liebre y el zorro, y pisoteaba con sus caballos los campos penosamente cultivados por sus labradores. ¡Y ay del que se quejara! Era una suerte que el señor se limitase a golpearle personalmente la cara con la fusta, pues el propietario noble era al mismo tiempo juez de sus campesinos y podía castigarlos como se le ocurriera.
Cuando uno de esos señores obtenía el favor del monarca, éste le regalaba una nota donde sólo aparecía lo siguiente: «Enciérrese en la cárcel al señor...». Firmado: el rey Luis XV. Al noble le estaba permitido poner el nombre por su cuenta, pudiendo así hacer desaparecer, sin más, a quien no le cayera bien por algún motivo.
Pero, en la corte, esos señores eran limpios y delicados, iban empolvados y perfumados y caminaban entre el frufrú de sedas y encajes. La rígida pompa de la época de Luis XIV les resultaba demasiado fatigosa y eran partidarios de entretenimientos más encantadores y desenfadados. Tampoco llevaban ya aquellas pesadas pelucas, sino otras ligeras, empolvadas de blanco con una coletilla colgando por detrás.
Aquellos señores sabían hacer reverencias y bailar de maravilla, y sus damas todavía mejor. Las damas vestían corpiños muy ceñidos en la cintura y gigantescas faldas redondas que les daban aspecto de campanas. Eran los miriñaques. Damas y caballeros paseaban así por las avenidas de setos de los palacios reales y dejaban que sus fincas se echaran a perder y sus campesinos murieran de hambre.
Pero como aquella vida remilgada y antinatural les aburría también con frecuencia, inventaron algo nuevo: jugaban a la sencillez y la naturalidad, vivían en cabañas de pastores decoradas con encanto y construidas en los parques del palacio y se llamaban con nombres inventados de pastores sacados de poemas griegos. Aquello era el colmo de su naturalidad y sencillez.
María Antonieta, la hija de María Teresa, cayó en medio de todo aquel ajetreo vistoso, elegante, delicado y refinado. Era una muchacha joven de algo más de 14 años cuando se convirtió en esposa del futuro rey de Francia. Como es natural, creyó que todo debía ser tal como lo había encontrado.
Era la más activa en todos los maravillosos bailes de máscaras y óperas; hacía teatro ella misma, era una pastora encantadora y consideraba magnífica la vida en los palacios de la realeza francesa. Su hermano, el emperador José II, hijo mayor de María Teresa, no cesó de aconsejarle, así como a su madre, que viviera con sencillez y no exasperara aún más al pobre pueblo con su derroche y su frivolidad. El año 1777, el emperador José escribió a María Antonieta una carta larga y seria en la que leemos lo siguiente: «Las cosas no pueden seguir así mucho tiempo; y, si no la previenes, la revolución será terrible».
Todo continuó de aquella manera doce años más. Pero, entonces, la revolución fue tanto más terrible. La corte había derrochado ya todo el dinero del país. No quedaba nada con que poder pagar el gigantesco lujo diario. Entonces, el año 1789, el rey Luis XVI convocó, finalmente, una asamblea de representantes de la nobleza, el clero y la burguesía, es decir, de los tres estamentos para que le aconsejaran sobre la manera de volver a conseguir dinero.
Como no le agradaron las propuestas y exigencias de los estamentos, el rey, por medio de su maestro de ceremonias, quiso ordenarles que volvieran de nuevo a casa. Pero un hombre llamado Mirabeau, persona inteligente y apasionada, le respondió: «Vaya y diga a su señor que nos hemos reunido aquí por el poder del pueblo, y ese poder sólo se nos arrebatará por la fuerza de las bayonetas».
Nadie había hablado aún así al rey de Francia. La corte no sabía qué hacer. Mientras reflexionaba, la nobleza, el clero y la burguesía reunidos siguieron deliberando cómo poner coto a la mala gestión. Nadie pensaba en derrocar al rey; sólo se querían imponer mejoras similares a las introducidas entonces en todos los Estados.
Pero el rey no estaba acostumbrado a que le prescribieran nada. El mismo era una persona débil e indecisa que tenía como ocupación favorita los trabajos manuales, pero consideraba completamente natural que nadie se atreviera a oponerse a su voluntad. Así pues, recurrió a los soldados para dispersar la asamblea de los tres estamentos. El pueblo de París se indignó, pues había puesto su última esperanza en ella. La gente se congregó y se abrió paso hacia la prisión de la Bastilla donde se había encarcelado anteriormente a muchos predicadores de la Ilustración y donde, según se creía, se mantenía presa a una multitud de inocentes. El rey no se atrevió en un primer momento a dar la orden de disparar contra su pueblo para no irritar más a la gente. De ese modo, la imponente fortaleza fue asaltada por el pueblo, que mató a la guarnición. La gente recorrió jubilosa las calles de París llevando en triunfo por la ciudad a los prisioneros liberados, aunque resultó que los únicos encarcelados eran esta vez auténticos criminales.
Entretanto, los estamentos reunidos en asamblea habían tomado decisiones inauditas: querían imponer sin limitaciones los principios de la Ilustración. Sobre todo el de que todas las personas son iguales y deben ser tratadas de igual manera por la ley en cuanto seres dotados de razón. Los nobles de la asamblea se adelantaron con un magnífico ejemplo y renunciaron voluntariamente a todos sus privilegios en medio del entusiasmo general. Todos los franceses podían ocupar cualquier cargo, todos debían tener en el Estado idénticos derechos y deberes, los derechos del hombre, como se los llamó entonces. El pueblo, declaró la asamblea, es el auténtico soberano; y el rey, sólo su delegado.
Ya puedes comprender lo que quiso decir con ello la asamblea de los estamentos: que el soberano está al servicio del pueblo, y no al revés, el pueblo al servicio del soberano; que no le era lícito abusar de su poder. Pero los parisinos que leyeron aquello en los periódicos entendieron de una manera distinta esta doctrina de la soberanía del pueblo. Pensaron que quien debía gobernar a partir de entonces era la gente de la calle y el mercado, el llamado pueblo, sin más.
Y como el rey no quiso todavía mostrarse razonable y entró en negociaciones con cortes extranjeras para que le ayudaran contra su propio pueblo, las mujeres del mercado y los pequeños burgueses de París salieron hacia el palacio de Versalles, mataron a la guardia, penetraron en los lujosos salones de magníficas lámparas de araña, espejos y alfombras de damasco y obligaron al rey y a su esposa María Antonieta a ir a París junto con sus hijos y su séquito. Allí quedaron realmente bajo la vigilancia del pueblo. El rey intentó huir al extranjero. Pero como lo hizo con todo tipo de complicaciones y ceremonias, como si se tratara de un viaje a un baile de máscaras en la corte, lo reconocieron y lo devolvieron a París junto con su familia sometido a estrecha vigilancia.
La asamblea estamental, llamada ahora asamblea nacional (tras la disolución de los estamentos) había decidido entretanto otras muchas innovaciones. Se arrebataron sus posesiones a la iglesia católica, así como a todos los aristócratas huidos al extranjero por temor a la Revolución, y se determinó que el pueblo eligiera nuevos representantes que habrían de decidir entonces cada una de las leyes.
De ese modo, el año 1791, se reunió en París un gran número de jóvenes procedentes de todas las partes de Francia para deliberar. Pero los reyes y soberanos del resto de Europa no quisieron permitir durante más tiempo que se limitara y quebrantase progresivamente el poder de un monarca. No obstante, no se dieron demasiada prisa en apoyar a Luis XVI, pues, en primer lugar, no se había ganado mucho respeto con su conducta; y, en segundo lugar, las potencias extranjeras no consideraban en absoluto desagradable un debilitamiento del poder francés.
De todos modos, Prusia y Austria enviaron algunas tropas a Francia para proteger al rey. Pero esta medida enfureció al pueblo. El país entero se levantó contra aquella indeseada intromisión ajena. Cualquier aristócrata o partidario del rey resultó sospechoso de ser un traidor vinculado a aquellos apoyos extranjeros a la corte real. Turbas enfurecidas sacaron de sus casas durante la noche a miles de nobles, los apresaron y los mataron. La ferocidad fue en aumento. Se quería exterminar y aniquilar todo cuanto fuera tradicional.
Se comenzó por el vestido. Los partidarios de la Revolución no llevaban peluca ni calzones ni medias de seda. Se cubrían con gorros frigios y se ponían pantalones largos como los que llevamos hoy. Era más sencillo y barato. Vestidos así, se lanzaban a las calles gritando: «¡Muerte a los aristócratas! ¡Libertad, igualdad, fraternidad!».
La fraternidad, sin embargo, no llegó muy lejos entre los jacobinos, como se llamaba el partido más extremoso. Los jacobinos persiguieron no sólo a los nobles sino a todos cuantos no compartieran su opinión. Y al que perseguían, lo decapitaban. Se inventó una máquina especial, la guillotina, que permitía decapitar de manera sencilla y rápida. Se creó un tribunal propio, el tribunal revolucionario, que dictaba día tras día sentencias de muerte contra gente, que era ejecutada luego con la guillotina en las plazas de París.
Los dirigentes de aquellas masas excitadas eran gente extraña. Uno de ellos, Danton, fue un orador apasionado y un hombre audaz y sin miramientos que con su voz imponente exhortaba al pueblo a luchar sin tregua contra los partidarios del rey. Otro se llamaba Robespierre y era exactamente lo contrario que Danton, un abogado envarado, sobrio y seco que pronunciaba discursos interminables en los que nunca dejaban de aparecer los héroes de la época de los griegos y los romanos.
Robespierre subía a la tribuna de oradores de la asamblea nacional vestido siempre de manera impecable y con movimientos acompasados, como un maestro de escuela ridículo y temido. Allí hablaba de la virtud y nada más que de la virtud; de la virtud de Catón y de la virtud de Temístocles, de la virtud del corazón humano en general y del odio contra el vicio. Y como se debía odiar el vicio, había que cortar la cabeza a los enemigos de Francia. Entonces triunfaría la virtud. Y los enemigos de Francia eran todos los que no opinaban como él. Así, en nombre de la virtud del corazón humano hizo ejecutar a cientos de adversarios. No tienes por qué creer que fuera un hipócrita. Lo creía de veras. No se dejaba sobornar con ningún regalo ni conmover por ninguna lágrima. Era terrible y quería, además, difundir el terror. El terror entre los enemigos de la razón, según decía.
El rey Luis XVI fue llevado también ante el tribunal del pueblo y condenado a muerte por haber pedido ayuda extranjera contra su propio pueblo. Al poco tiempo fue decapitada también María Antonieta. Al morir, ambos demostraron más dignidad y grandeza que en vida. Pero los países extranjeros se mostraron realmente horrorizados por la ejecución.
Un gran número de tropas marchó contra París, pero el pueblo no permitió ya que le arrebataran su libertad. Todos los hombres de Francia fueron llamados a las armas, y los ejércitos alemanes sufrieron una derrota, mientras el dominio del terror hacía estragos en París y, sobre todo, en las capitales de provincias.
Robespierre y los diputados habían declarado que el cristianismo era una superstición antigua y suprimieron a Dios mediante una ley. En su lugar, había que rezar a la Razón. Y, entre músicas festivas, se paseó por la ciudad como diosa de la Razón a la joven esposa de un impresor vestida de ropas blancas y una capa azul.
Robespierre no tardó tampoco mucho en no ser lo bastante virtuoso. Se dictó una nueva ley por la que Dios existía y según la cual el alma humana era inmortal. Como sacerdote de este «ser supremo», según se llamó ahora a Dios, se presentó el propio Robespierre con un penacho de plumas en la cabeza y un ramo de flores en la mano. Debía de resultar tremendamente ridículo en aquella fiesta solemne y muchos se rieron, seguramente de él.
El poder de Robespierre llegó pronto a su fin. Danton estaba harto de las decapitaciones diarias y solicitó perdón y compasión. Enseguida se oyó decir a Robespierre: «Sólo los criminales piden compasión para los criminales». Así pues, Danton fue también decapitado, y Robespierre triunfó por última vez.
Pero, cuando poco después se hallaba pronunciando un discurso interminable en el que afirmó que las ejecuciones no habían hecho, por así decirlo, más que empezar, que en todas partes seguía habiendo enemigos de la libertad, que el vicio triunfaba y la patria se hallaba en peligro, sucedió que, por primera vez, nadie le aplaudió. Se hizo un silencio sepulcral. Y al cabo de unos días, también él fue decapitado.
Los enemigos de Francia habían sido derrotados; los aristócratas, muertos, desterrados o transformados voluntariamente en ciudadanos. Se había alcanzado la igualdad ante la ley; los bienes de la iglesia y de la gente distinguida se habían repartido entre los campesinos, liberados de la servidumbre. Todos los franceses podían ejercer cualquier profesión y llegar a cualquier cargo.
El pueblo estaba cansado de luchar y deseaba gozar con calma y orden de los frutos de aquella enorme victoria. Se disolvió el tribunal revolucionario y, en 1795, se eligió un gobierno de cinco hombres, un Directorio, encargado de administrar el país según los nuevos principios. Entretanto, las ideas de la Revolución se habían difundido más allá de Francia y habían despertado gran entusiasmo en los países vecinos. Bélgica y Suiza establecieron así mismo repúblicas según los principios de los derechos del hombre y de la igualdad; y todas esas repúblicas fueron apoyadas por el gobierno y los franceses con soldados. Entre esos ejércitos auxiliares sirvió también un soldado que fue más fuerte que toda la Revolución.